Nunca he sido buena en los asuntos del corazón, más precisamente, en el amor.
He cometido demasiados errores y no quiero justificarme pero los más grandes, los más dolorosos han sido por ignorancia (¿Se salva de culpa aquella persona que no sabía lo que hacía?).
Desconocimiento y miedo, miedo de ser herida, de entregarme completamente a alguien que me había dejado, miedo de darle el poder sobre mí una vez más. Desconocimiento de las cosas banales, de lo que realmente significaba ser infiel o no serlo (honestamente no creo haber sido eso, las cosas siempre estuvieron claras y si hubieron malentendidos fue por el escaso nivel de comunicación que ya teníamos), las inseguridades y el miedo jugaron en mi contra.
Me he visto volviendo metáforas a cada acción y suceso en un punto en que ya no puedo aguantar el dolor y el vacío del corazón (es totalmente agotador, sobre todo si te despierta en la madrugada y no te deja dormir) pues las metáforas brindan belleza a las cosas simples de la vida.
Así vino a mi, casi como en un sueño o el reflejo de mi espíritu, la imagen del fuego.
El fuego interno que quedó y nunca se apagó comenzó a quemar y asfixiarlo todo. Ese fuego hipnotizante, embriagador, comenzó a tomar fuerza, a presentarse cada vez con más furia...y decidí atacarlo. Hacia él le envié cartas, fotografías, palabras, promesas que se quedaron sin cumplir y que se que ya no se cumplirán, las últimas chispas de esperanza, los últimos restos de amor.
Aquel anaranjado iluminó mis ojos, el humo provocaba dolor pero a la vez secaba las últimas lágrimas. Dirigí toda mi furia al fuego, dirigí todo el dolor y ardió más y más...hasta que se apagó.
Es extraño como todo puede reducirse a una pequeña montaña de cenizas, aunque tomó mucho tiempo que todo se quemara (así como tomó mucho tiempo encontrar la valentía para echar las cosas al fuego).
Al final quedó una fina capa de humo elevándose al infinito, recordándome: aquí hubo fuego.
Aquí en este terreno y aquí en el corazón.
Hay que limpiarlo todo, sacudirse el polvo y marcharse con la cabeza en alto.
Y mientras me marchaba levanté la mirada y dije: Gracias por el fuego.
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